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martes, 20 de diciembre de 2022

La danza de las pavesas


 Damián nunca podrá olvidar los relinchos de la yegua cuando las llamas alcanzaron el establo. Intentó socorrer al noble animal que, despavorido, trataba de echar abajo las puertas de la pequeña construcción levantada por su abuelo muchos años atrás junto a la casa familiar, pero las puertas estaban cerradas con un enorme pasador y el cerrojo impidió los propósitos del desesperado equino.

Mientras dos soldados del cercano cuartel de artillería, que se habían desplazado con su brigada hasta la zona del incendio para ayudar en su extinción, sujetaban a duras penas al joven aldeano, este no dejaba de llorar y de gritar de dolor al ver a su yegua asomar la cabeza por el pequeño ventanuco que hacía las veces de respiradero en la pared lateral del establo. Si los soldados no lo hubieran detenido, seguramente Damián habría sufrido graves heridas o habría muerto al intentar socorrer a la torda hispano-lusa que le regalaron sus padrinos dos años atrás, al comunicarles que se había prometido con la Justa, la hija de los de la fonda. El día de los esponsales, siguiendo la tradición familiar, Damián llegó a lomos de su cabalgadura a la iglesia donde se ofició la boda y desmontó ufano y nervioso para entrar al templo del brazo de su madre. Junto al altar esperó la llegada de Justa, quien de blanco inmaculado y aferrada al brazo de su padre, recorrió sonriendo y llorando de emoción los escasos setenta metros que separaban la puerta de la iglesia románica del lugar donde él la esperaba impaciente para darle el sí quiero y convertirla en su esposa a ojos de Dios y de los hombres.

Hoy, más de cuarenta años después, Damián todavía llora la pérdida de aquella hermosa yegua que relinchaba feliz mientras el párroco de San Jaime administraba el sacramento. Y cada mañana, al ver el informativo matinal mientras desayuna, maldice las imprudencias de quienes no se detienen a pensar que la barbacoa en el campo con los amigotes, el exceso de vino y la falta de prudencia suelen derivar en otro de esos voraces incendios que, además de asolar miles de hectáreas, pueden llevarse por delante las vidas de los lugareños, de su ganado, de sus animales de labor y compañía, y de la fauna que habita pinares, bosques y montes.

Gracias a Dios no hubo que lamentar la pérdida de ninguna vida de vecinos o excursionistas, pero además de la yegua Pícara, el cabo de la Guardia Civil que se ocupó de elaborar el informe contabilizó la muerte de quince cabezas del rebaño de ovejas que transitaba por una vereda a través de los prados cercanos al pinar donde se desató el incendio y que, en su despavorida huida, se vieron atrapadas por los cercados de piedra que delimitaban los pastos y el camino. Por suerte, Laertes, el pastor, pudo escapar a tiempo junto a su mastín leonés, Ono. El cabo certificó también la muerte de los ocho marranos que criaba el Olegario, el porquerizo del pueblo, cuya finca ardió por completo perdiendo, además de todas sus posesiones, los animales que había engordado hasta convertirlos en los hermosos ejemplares que se habrían disputado los carniceros más afamados de la vecina Salamanca y que habrían garantizado la manutención del Olegario, de su mujer y de sus dos rapaces. Los pequeños pudieron ponerse a salvo junto a sus padres gracias a su costumbre de dormir solo media hora de

siesta después de comer para irse enseguida a jugar al frontón con otros niños del pueblo.

Damián también echa de menos escuchar las risas y las voces de los niños jugando por las calles de Ascensión. Desde hace unos cuantos años ya, en Ascensión solo hay niños en verano y en las fiestas patronales, y apenas juegan en las calles. Sus padres se ocupan de traerles videoconsolas y ordenadores para que organicen partidas con los pocos amiguitos con los que puedan juntarse en las casas, y los chavales ni siquiera se aventuran a salir de excursión ni a bañarse en el cercano río ni en ninguna de las pozas que abundan a lo largo de la Sierra de Francia. Tampoco salen a disfrutar de la pesca, de la recogida de moras, de higos o de cualquiera de los regalos de la madre naturaleza.

Justa está hoy más contenta de lo normal. Lidia, su nieta mayor, va a venir a pasar el fin de semana con ellos. Lidia es la más querida de las dos hijas del único fruto de su amor por Damián, Marcos.

Marcos hace ya muchos años que se instaló en Salamanca donde trabaja como médico anestesista. Damián pudo pagarle los estudios gracias al esfuerzo diario en las tierras familiares, donde olivos y majuelos dieron el fruto suficiente para poder mantener a la familia y costear la carrera de su único hijo. La venta de aceitunas y la elaboración de un sabroso vino rosado que distribuía entre los pueblos de la Sierra de Francia les permitieron vivir dignamente y sin estrecheces. Marcos siempre fue un rapaz muy inteligente, vivo como un conejo y curioso como una ardilla, pero al irse a estudiar medicina en la universidad poco a poco se fue distanciando de sus raíces y de sus padres, y terminó renegando del pueblo, de las tierras y de la vida que Damián y Justa habrían podido ofrecerle en la sierra salmantina. Antes de terminar la carrera preñó a una compañera y de aquella noche de pasión llegó al mundo Lidia. Aunque ya eran otros tiempos y los chavales podrían haber detenido todo sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, Marcos asumió las consecuencias de sus actos y Esther, su novia de familia tradicional y católica, se casó con él y decidió tener a la niña. Después vino Sarita, que ahora está a punto de terminar el instituto y quiere ser informática. Desde bien pequeña se pasa todo el día con el dichoso ordenador, pegadita a la pantalla, en vez de salir a la calle a pegar patadas a un bote o a lo que sea que hacen los niños en los parques de las ciudades. Justa cree que por eso tuvieron que ponerle gafas desde los diez años. Lidia, sin embargo, es de una pasta muy diferente. Siempre le gustó subir al pueblo acompañando a sus padres cuando venían a verlos y solía salir con Damián a pasear por la sierra, a caminar por los diferentes terrenos donde robles, pinos, encinas, cerezos y toda la vegetación de la zona parecía recibirla con cariño. Los pinares y rebollares se habían convertido en su particular coto privado de paz.

Lidia estudia un grado superior de Técnico en Gestión Forestal para ser agente medioambiental, y trabaja como voluntaria realizando tareas de concienciación y de información entre los excursionistas y visitantes para intentar que, mientras disfrutan de un ocio sano y natural, aprendan a mantener todo en condiciones, recogiendo la basura que puedan generar y extremando las precauciones para que las barbacoas, las

fogatas, los vidrios olvidados o incluso los cigarrillos mal apagados no desemboquen en una tragedia como la que marcó la vida de su abuelo.

Damián ya no cumplirá los sesenta y cinco y, aunque es de esos que no se jubilará mientras que el cuerpo le responda, ha decidido compartir con el resto de la sociedad sus horas de asueto apuntándose con su nieta en la asociación de voluntarios medioambientales que recorre los lugares más turísticos y concurridos para concienciar con su experiencia vital la idea de que el tesoro que es la tierra que los vio nacer no debe convertirse en un enorme vertedero ni en un páramo a causa de las malas conductas de quienes lo consideran solo un gigantesco parque en el que respirar aire puro, olvidarse de los atascos y el ajetreo de las ciudades, y llenar por unas horas la tan comentada España vaciada.

Lidia llega poco antes de la hora del vermú. Justa parece querer comérsela a besos y estrujarla con unos abrazos que derribarían a un cinturón negro de Judo. Damián sonríe viendo la escena de desmedido cariño y aguarda con el cigarrillo en la boca a que su mujer libere a su nieta de tan efusivas demostraciones de amor de abuela.

—Dame un beso, Lidia, si es que tu abuela no se los ha llevado todos –pide Damián sereno y afable, pero sin exigir la demostración natural de cariño que su nieta siempre le regala cuando Justa la libera.

—Siempre tendré un beso para ti, abuelo –contesta Lidia sonriendo a Damián con ternura mientras se acerca a besarlo en la sien, como él siempre hizo con ella desde muy pequeña.

Justa ha preparado un guiso de costillas con patatas y una tarta de manzana para comer. Está ya todo listo y la mesa puesta, por lo que se concede salir con su marido y su nieta a dar un paseo por Asunción y acercarse al bar de la plaza a tomar ese vermú con ellos.

Tras ponerse al día sobre la salud y todo lo relativo a Marcos, Esther y Sarita, y contarle a Lidia el progreso de su libro de cuentos infantiles, pues Justa siempre gustó de leer y escribir desde que era pequeña, terminan sus bebidas y saludan a los pocos parroquianos que aún mantienen viva la tradición dominical del aperitivo en el bar de la plaza. Cada vez son menos los vecinos que resisten en el pueblo. Muchos de los quintos de Damián viven con sus hijos en la ciudad o pasan el día en las asépticas residencias de ancianos donde juegan al dominó o al julepe, ven películas y partidos de fútbol en las grandes salas de ocio, o escuchan impacientes a las animadoras geriátricas cantar el siguiente para bingo. Todo ha cambiado demasiado en los últimos años y poquito a poco la sierra ha ido perdiendo a sus gentes. Solo parece recuperar la vida los fines de semana, los meses de vacaciones y durante las fiestas de guardar, en las que volver al pueblo es un desahogo para quienes viven agobiados en las grandes urbes.

—A las cinco nos vamos a Sotoserrano, abuelo. Hoy, desde la asociación, nos han marcado esa zona para que revisemos que los excursionistas dejen todo como Dios manda y sobre todo que apaguen bien las brasas y demás, porque este año, con la sequía y los calores, está la cosa que arde, nunca mejor dicho. Y ya sabes, abuelo –añade Lidia

sin disimular su enfado– que, aunque solo se puede hacer fuego en las zonas de barbacoa autorizadas, algunos excursionistas desoyen las advertencias y se saltan las restricciones con todo lo que eso conlleva.

—Pues luego cogemos el Land Rover y nos damos un bureo por allí. No estará de más que nos acerquemos por Mogarraz. La piscina natural, como dicen los madrileños, atrae a muchos domingueros y los urbanitas deben creerse que los envoltorios y las bolsas donde llevan su comida vegana no contaminan, o que los cigarrillos bajos en nicotina no prenden la hojarasca.

Lidia sonríe al notar la ironía y el poco disimulado desprecio de su abuelo por los recientes avances y modas que pretenden aportar una supuesta vida sana y unos malentendidos hábitos saludables a la sociedad actual.

Poco más de una hora después de comer salen a cumplir con su cometido. Conducen subiendo la sierra en el Land Rover que hace ya tiempo sustituyó a las caballerías que Damián utilizaba para moverse por las tierras de labor y por los pueblos de la sierra cuando, al tomar una de las pronunciadas curvas de la carretera de montaña, se cruzan con una pintoresca caravana roja decorada con lunares de colores igual que el pequeño utilitario francés que tira de ella.

—Vuelven los jipis –exclama Damián en voz baja, pues sabe que su nieta comparte muchas cosas con esos a los que él suele llamar perroflautas.

—No, abuelo, estos no son jipis –ríe Lidia–. Son unos actores vallisoletanos que van de un pueblo a otro para llevar su espectáculo y entretener a los niños y a los paisanos con títeres, malabares, música y teatro.

—Cuando yo era pequeño los titiriteros ambulantes también conocían algún oficio. Te arreglaban los relojes, afilaban cuchillos o capaban marranos, sin importar de qué parte de España vinieran, los niños siempre los esperábamos con ilusión y los padres con interés. Los extremeños eran los mejores capando cerdos, los andaluces tenían unas piedras de afilar muy eficaces y a los vascos no les ganaba nadie preparando salazones para conservar el pescado que nos traían de la ciudad. Estos que han pasado ahora no creo que sepan otra cosa que entretener a la chavalería para ganarse los cuartos.

Entre bromas y risas continuaron la marcha hasta que Damián detuvo el vehículo en seco al enfilar una pendiente. A un lado de la carretera el humo negro y espeso evidenciaba lo que tanto temían los habitantes de la hermosa sierra salmantina.

—Voy a llamar al 112 y a la central de incendios, abuelo –dice Lidia preocupada sacando la emisora de la mochila. En la asociación les facilitan una emisora durante las jornadas de voluntariado por si hay alguna emergencia o necesitan hablar con alguien responsable de extinción de incendios o de medios técnicos o humanos.

—El fuego viene de Sequeros. Esto no me gusta, Lidia. El viento sopla a favor de las llamas y la zona está demasiado seca. Pide que se den prisa en movilizar todos los

efectivos que puedan. Sube al coche. Vamos para allá a ponernos a las órdenes de quien lleve el operativo. Puede que nos necesiten.

Y dicho y hecho, en pocos minutos nieta y abuelo se presentan en el ayuntamiento de Sequeros donde docenas de voluntarios se apresuran ya a repartirse las tareas en las que puedan ayudar. Unos se turnan los teléfonos y las emisoras para avisar a los vecinos de los núcleos urbanos cercanos que aún no se han percatado del fuego que avanza rápidamente por las laderas devorando cuanto encuentra a su paso. Otros se esmeran en preparar agua y bocadillos para aquellos que participarán en el operativo. Los más expertos en este tipo de avatares se reparten hachas, palas y motosierras para colaborar con los bomberos forestales en intentar tomar la delantera a las llamas y limpiar y desbrozar con rapidez el camino que sigue el incendio. Un último grupo acompaña a los conductores de las autobombas y a las cuadrillas de bomberos forestales para guiarlos por los caminos adecuados y por los atajos que podrán darles algo de ventaja en la frenética carrera por la vida.

Damián no puede evitar recordar los histéricos relinchos de su Pícara y aprieta los dientes mientras se enjuga las lágrimas de impotencia que recorren discretamente sus mejillas. Ocupa decidido el puesto del conductor y arranca el todo terreno al que se han subido su nieta y tres voluntarios más. Media hora después, el personal del dispositivo de extinción de incendios de la Junta de Castilla y León, docenas de bomberos de la Diputación, de voluntarios medioambientales, de vecinos de la sierra e incluso un helicóptero con su cuadrilla especializada se esfuerzan en controlar lo incontrolable y tratan de impedir que se extienda el fuego y que cese la danza de las pavesas que amenazan por todas partes.

A unas decenas de kilómetros de allí, los titiriteros vallisoletanos toman la autovía con dirección a la capital del Pisuerga. Charlan sobre la actuación y hacen balance de los bolos que aún les restan para completar la temporada. Uno de ellos, el más alto, que aún sigue caracterizado como clown, apura la colilla del cigarrillo que fuma, baja la ventanilla y lo arroja al exterior para no ensuciar el cenicero y apestar el interior del vehículo, como hizo una hora antes al subir al coche que arrastra la caravana que sirve de reclamo y de cuartel base para sus actuaciones.

The show must go on.

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