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martes, 14 de mayo de 2024

De musas de laboratorio y espléndidos mojones

 El eterno aprendiz de escritor se introduce el comprimido en la boca y bebe un largo trago del vaso de agua que lo ayudará a pasarlo por la glotis. Según lo escrito en el prospecto del producto y lo que señala la impresionante y costosa campaña publicitaria con la que lo han lanzado al mercado que satura de anuncios la televisión y la radio, La Musina 500 ayuda a los artistas a potenciar su creatividad y a conseguir grandes éxitos en los distintos campos de expresión en los que trabajen su talento. La verdad es que, a razón de 500 euros la caja de veinte comprimidos, ya podría hacer honor a su nombre y que al menos fueran quinientas las musas que lo visitaran cada día al sentarse frente al teclado del ordenador.
El tratamiento a seguir, según los científicos del laboratorio que ha desarrollado el supuesto potenciador neurológico milagroso, es de un comprimido de 500mg al día. Con una caja no conseguirá cubrir un mes, ni tan siquiera en febrero, así que el motivado escritor tiene que convencer a su padre para que lo avale en el crédito que pide a una entidad financiera para poder costearse la fama. Según sus cálculos, en aproximadamente seis meses de tratamiento con Musina 500 podrá enviar un manuscrito ganador al Premio Planeta que, con cientos de miles de euros de premio, pagará el crédito, comprará más comprimidos y se preparará para ir a por el Nobel de Literatura. Pero sin darse cuenta, fruto de su ego y de su vanidad, comete un terrible error. Ignora que el afán de riqueza de la farmacéutica y la falta de escrúpulos de quienes aprobaron la milagrosa medicina sin haber esperado los tiempos necesarios tras los experimentos, primero con animales y después con seres humanos voluntarios, no vienen indicadas en el prospecto y trágicamente no puede prepararse para lo que se le viene encima.
Tras dos meses de tratamiento, más de mil euros invertidos y un buen número de relatos distópicos, fantásticos y podría decirse que incluso cómicos (aunque no buscara la carcajada al escribirlos) el aprendiz de escritor sufre un infarto cerebral que lo deja postrado en el lecho sin poder siquiera controlar sus esfínteres. Si tan solo hubiera comprendido que el éxito en su campo, como en casi todos los ámbitos artísticos, se debe a un noventa por ciento de trabajo y a un diez por ciento de inspiración, otro gallo le habría cantado. Aquel ictus le llega al poco de comenzar el tercer mes de tratamiento, cuando siente que todo le inspira un texto y que sus neuronas circulan a una velocidad vertiginosa. Excesiva, tal vez.
Mientras la asistente enviada por la Seguridad Social le limpia con esmero y cuidado sus otrora relucientes posaderas, no logra contener una lágrima, pues daría lo que fuera por poder, al menos, hacer de vientre a voluntad para dedicarle el más lustroso y espléndido mojón a la ambición humana.
Sueña con que un día podrá volver a sentarse frente al teclado de su ordenador y conseguirá escribir el texto perfecto, pero ese sueño no es más que la reminiscencia del exceso de oxitocina generado por los comprimidos y, aunque lo aguarda un espantoso futuro hasta que su organismo se limpie por completo de la química ingerida, de momento seguirá soñando, porque la vida es sueño y ahora se encuentra en esa difícil disyuntiva: soñar, dormir, tal vez morir.


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